27 de diciembre de 2010

La carga de la brigada nutricional. Por Carlos González

Éste es el epílogo del libro de Carlos González "Mi niño no me come". Libro del que recomiendo vivamente su lectura.



El sol brillaba en lo alto de un cielo sin nubes, y el aire traía aromas de hierba recién cortada cuando Edmundo Tavares decidió entrar en La Carpa Dorada, un restaurante agradable y no demasiado caro. Desde su mesa, Edmundo disfrutaba de una buena vista sobre el parque y los magnolios en flor. Buen observador de la naturaleza humana, prefirió, sin embargo, sentarse en un costado, dominando el interior del restaurante.

La clientela era tan variada como fascinante. Frente a él, un individuo obeso y sudoroso comía ruidosamente a dos carrillos, deteniéndose sólo para trasegar increíbles cantidades de vino barato. Durante unos segundos, Edmundo siguió como en un sueño los movimientos de su papada, una masa blanquecina y ondulante como dunas de finísima arena. No era, ciertamente, un espectáculo capaz de entretener a nadie durante mucho tiempo; y Edmundo pronto ignoró a su gordo compañero para fijarse en una joven muy delgada, casi espiritual, en la siguiente mesa. "Delgada, casi espiritual... vaya cursilada", se dijo. Cuántas veces había leí esta descripción en algún libro, y "espiritual" se asociaba en su mente con un matiz filosófico o religioso, acaso sobrenatural. Ahora, viendo a aquella chica pálida, perdida la mirada en sabe Dios qué extrañas reminiscencias frente a su plato de macarrones casi intacto, comprendió que "espiritual" tenía aquí un significado mucho más terreno, simplemente incorpóreo a base de no tener cuerpo, como en aquella broma de sus días escolares: "Estás más delgado que la radiografía de un suspiro".

En el centro del salón, junto a la carpa dorada que daba nombre al local, unos ejecutivos, perfectamente trajeados (aunque la mujer se distinguía por no llevar corbata), discutían acaloradamente sobre el despliegue de estadísticas y documentos que casi ocultaban los platos y los teléfonos móviles. Edmundo sonrió, pensando en los preciosos contratos manchados de tomate y grasa. Pero no, son profesionales, seguro que pueden leer un informe sobre una ensaladilla rusa sin el más mínimo accidente.

Más allá, en un discreto rincón, unos novios se miraban como tontos, con las manos entrelazadas sobre la mesa. Ahora se vuelven a entrelazar las manos sobre la mesa… ¡qué de vueltas da el mundo! ¿O es que su generación tenía pocas oportunidades para entrelazar nada en otros sitios? ¿Me estaré haciendo viejo?, pensó recordando otras mesas, otras manos.

No era fácil perderse en ensoñaciones, pues continuamente le volvían al mundo las risas y gritos de un ruidoso grupo de estudiantes, en una mesa situada a sus espaldas. Les miró de reojo, discretamente. Bromeaban, bulliciosos, despreocupados, sin respeto a las convenciones sociales ni temor al ridículo. Como siempre que contemplaba a un grupo de jóvenes, le pareció encontrar algún rostro conocido antes de desechar la ridícula idea: no, ellos también tendrán ahora 40 años.

Acababan de traerle la ensalada cuando un silencio denso y frío se extendió por el amplio comedor como las ondas en un estanque. Los temidos uniformes negros de la Policía Nutricional tomaban rápidamente posiciones. No los había visto llegar por el parque, sin duda habían entrado por la puerta de servicio. Eran media docena de agentes, bajo el mando de un teniente muy joven y atildado. Estos oficiales recién salidos de la academia, rígidamente ordenancistas y deseosos de justificar sus galones, eran siempre los peores. Sus mismos hombres estaban atemorizados. No dejarían pasar ni una.

Una agente de mediana edad se dirigió rápidamente a la mesa de los ejecutivos. No les había dado tiempo de guardar sus contratos e informes, que fueron bruscamente requisados. "En la mesa no se juega!" El más joven intentó esbozar una protesta, pero la mujer le contuvo con un gesto imperioso. Toda resistencia era inútil. Tal vez mostrando una total sumisión y comiendo sin rechistar les devolvieran los documentos después del postre

Las chanzas habían terminado en la mesa de los estudiantes. Una detención por malos comedores podría significar la deshonra de sus familias y la expulsión de la universidad. Comían muy derechos, llevándose rítmicamente a la boca el tenedor o la cuchara. ¿Estaban tal vez demasiado derechos: comían tal vez demasiado al unísono? Los brazos subían y bajaban con precisión coreográfica. El agente que les observaba tenía la vaga sospecha de que le tomaban el pelo, pero por más que se esforzaba no podía apreciar nada decididamente ilegal en su actitud, de modo que optó por darse la vuelta e ignorarlos. Varias personas en las mesas circundantes reprimían una sonrisa de aprobación: tal vez esta juventud vale más de lo que parece, después de todo.

Se oyeron gritos apenas velados provenientes de la cocina. En todos los restaurantes se apresuraban a hacer desaparecer cualquier resto de alimento por el desagüe; pero esta vez la inexperiencia de uno de los pinches había permitido a la PN descubrir un plato con media ración de canalones. Las leyes que impedían dejar comida en el plato eran implacables. El propietario se deshacía en explicaciones.

- Siempre he estado en regla, ustedes lo saben. El cliente se negó a acabárselos y se dio a la fuga, no pudimos evitarlo. Aún no hemos tenido tiempo de rellenar el impreso de denuncia, por eso precisamente hemos guardado el plato. Hay que hacerle la foto para el expediente. Pero estamos limpios, miren el cubo de los desperdicios, vac…

Con un gesto dramático, el propietario mostró el cubo, y las palabras murieron en sus labios. ¡Restos de estofado! El pinche nuevo había cometido otro error, y éste podía ser fatal. La sargento les taladraba con la mirada, exigía una explicación. Antes que los demás salieran de su parálisis, el pinche se adelantó, tembloroso:

Tuve que tirarlos, se me cayó un plato al suelo. Pero no se rompió.
¡La comida no se tira! – rugió el propietario -. Otro error y te despido.

Y luego, dirigiéndose obsequioso a la sargento.

Es nuevo, cada vez cuesta más encontrar personal bien preparado.

Pero no había dejado de observar, satisfecho, la rapidez del pinche para cubrir su propio error e inventar una excusa. En aquellos tiempos, siempre bajo la amenaza de ver el restaurante expropiado y puesto bajo el control directo de la PN, la astucia y la rapidez de reflejos eran cualidades valiosas.

Edmundo Tavares no perdía detalle de cuanto ocurría en el salón, sin dejar por ello ni un instante de prestar su atención aparentemente indivisa a la ensalada. Se felicitó por su elección: un plato ligero, pero que extrañamente siempre contaba con la aprovación de la PN. A los Nutricionales les fascinaba lo verde. Los dos tortolitos del rincón habían dejado de entrelazar sus manos de inmediato, pero no podían evitar mirarse embelesados de vez en cuando. La agente que tan severa había sido con los ejecutivos parecía inclinada a la condescendencia, pero una fría mirada de su teniente le recordó su deber. Se cuadró junto a la mesa y empezó a marcar el paso con voz chillona.

- ¡A comer y a callar! Cuchara al plato, cuchara la boca, uuuno, dooos, cuchara al plato, cuchara a la boca, uuuno, doooos.

El gordinflón sentado ante Edmundo estaba muy nervioso, y miraba a los policías con ávido disimulo. "Está intentando distinguir las insignias", comprendió de pronto. “Debe de ser algo miope”-

Los Nutricionales SS (Súper Sebo) exigían un peso superior a la media, y cuanto más alto mejor; pero estaban en pugna constante con los Nutricionales SA (Sólo Atléticos), para quienes el peso ideal estaba entre los percentiles 25 y 75. Como consecuencia de estas luchas internas del régimen, la vida de los individuos cuyo peso estaba por encima del percentil 75, o entre los percentiles 25 y 50, se había hecho muy dificil. No tanto, sin embargo, como la de los desgraciados que estaban por debajo del percentil 25; la mayoría de ellos habían conseguido exiliares antes del cierre total de las fronteras.

Esta vez se trataba de Nutricionales SS, y el obeso se tranquilizó en cuanto estuvo seguro. Es más, se atrevió a dar un paso siempre arriesgado.

- Camarero, esta pierna de cordero estaba excelente, ¿podría repetir?

El disgusto del camarero era evidente, pero no tenía elección. Con la PN SS en el local, la repetición estaba garantizada. El propietario, en persona, trajo sonriente la nueva ración. La venganza, sin embargo, era sutil: el plato estaba completamente lleno. El gordo palideció al verlo: esperaba sólo un poco más, pero aquello era excesivo. Y dejar algo que él mismo había pedido era el peor de los crímenes.

Demasiado tarde, el propietario se arrepintió de su treta. El intento de repetición, comprendió, no iba destinado a aprovecharse de la situación, sino sólo a buscar protección. Perseguidos por las SA, la única salvación de los obesos era tener buenos amigos en las SS. Súbitamente avergonzado, intentó ofrecerle una vía de escape:

- Lo lamento, señor, pero se nos ha acabado el flan con nata – musitó cordialmente-. Tendrá que pedir otro postre. Le sugiero un zumo de naranja.
- De acuerdo – respondió el obeso, y en sus ojos se leía el agradecimiento. Tal vez sí que podría acabarse la pierna de cordero. Se puso a ello.

El teniente estaba ahora junto a la pecera.

- ¿Por qué este pez no come?
- Acaba de comer – se excusó el propietario–, pero no importa.

Sacó algo seco de un paquete de comida para peces y lo echó al agua. La carpa se apresuró a devorarlo.

- Las carpas siempre tienen un rincón vacío. Por eso la elegí como enseña de mi establecimiento.

El teniente casi sonrió. “Fue una buena idea comprar la carpa”, pensó el propietario, esperando que el incidente del estofado en la basura fuese totalmente olvidado.

Pero la fría mirada del teniente se clavaba ya sobre la chica delgada. El silencio se hizo aún más ominoso. No sólo parecía estar por debajo del percentil 25 sino que el plato estaba todavía muy lleno, y comía con desesperante lentitud. Incluso a aquella distancia, Edmundo podía decir que la chica sudaba, y le parecía oír los latidos de su corazón.

Tras contemplarla durante unos segundos eternos, el teniente hizo un gesto a uno de los agentes, que se acercó decidido hacia la joven.

- Venga, coma un poco, si está bueno. Así, muuuy bien. Tiene usted que crecer, y poner un poco de carne en esos huesitos. Vamos, otra cucharadita, aaaasí., qué guapa se pone cuando come. ¿Está cansada, mi vida? Yo la ayudaré, traiga el tenedor. Mire el avión como viene brrrr brrrrrrr! El avión con macarroncitos para mi niña! Muy bien! Mire, un pajarito en la ventana, qué pajarito más lindo. Ve como abre el piquito? Muuuy bien, un poquito más. Ahora, este poquito poooooor la abuelita, y este otro poquito poooor papá... Venga, no vamos a dejar estos macarrones tan buenos. El cocinero se los ha hecho con muuuucho cariño. Así, muy bien, ya falta poco. ¿No quiere ir al cine esta tarde? Pues primero hay que acabarse la comidita para esta fueeeerte. Hay, qué rica ella, como come mi niña!

Lenta, penosamente, los macarrones fueron desapareciendo, y el agente de la PN rebañó la salsa con pan y se lo metió a la aterrorizada mujer en la boca. Y aún faltaba el bistec con patatas! Edmundo, como otros muchos clientes del restaurante, contenía la respiración. Era evidente que no conseguiría acabarse el segundo plato.

El camarero trajo la carne. Había puesto el bistec más pequeño posible, y la cantidad mínima de patatas, y dirigió a la joven una sonrisa de complicidad. Ésta apenas pudo esbozar una sonrisa de agradecimiento; la ración seguía estando muy por encima de sus posibilidades, y el camarero lo sabía. Pero no podía exponerse más; en varias ocasiones la PN había hecho pesar raciones sospechosamente pequeñas.

El agente cortó la carne en trocitos minúsculos y volvió a su inagotable cháchara. Pero cada cucharada era más penosa, y cada vez más palpable el terror de la una y la cólera del otro. Edmundo, como los otros clientes, intentaba concentrarse en su propio plato, en el rítmico ir y venir del tenedor. No ver, no oír, no pensar. Simplemente sobrevivir. Cuántas veces había soñado Edmundo con un gesto heroico, un arrebato de dignidad; levantarse y gritar: “Deje a esta señorita, déjela en paz” En vez de ello, tuvo que tragarse su propia cobardía y escuchar cómo el policía le decía a la mujer:

- ¿Ve este señor cómo come? ¡Él sí que se porta bien! ¡Vamos, tiene usted que ser grande, como este señor!

La joven, con la mirada perdida en el vacío, abría y cerraba mecánicamente la boca, mientras dos lágrimas resbalaban sobre unas mejillas que se hinchaban peligrosamente. “Hace tiempo que no traga”, pensó Edmundo. De pronto, un sonido estremecedor, mezcla de tos y náusea, la mujer dejó caer una bola de carne reseca y penosamente masticada.

- Teniente, está haciendo la bola!

El oficial se acercó decidido. Una sonora bofetada rompió el consternado silencio. Se acabó, pensó Edmundo, se acabaron los aviones y las palabras amables. No había piedad para los terroristas de la bola .Sabía lo que vendría a continuación: le harían tragarse la repugnante bola, y el resto de la carne. (...) La cebarían hasta hacerla vomitar, vomitaría encima del plato y le harían comer de nuevo su propio vómito. Edmundo cerró los ojos angustiado, inspiró lenta y profundamente, intentando no vomitar él también mientras escuchaba los gritos de terror de la joven:

- ¡No quiero más! ¡No quiero más! ¡No quiero más!

Edmundo se forzó a abrir los ojos. Oscuridad. Comprendió de pronto que todo había sido un sueño. "Que ridículo sueño", pensó, "Policía Nutricional, a quién puede ocurrírsele una cosa así?" y sin embargo, se notaba todavía sudoroso, agitado. Había parecido tan real. Sobre todo, aquel último grito.

- ¡No quiero más! ¡No quiero más!

¡Otra vez! ¡Lo estaba oyendo! El terror espeluznó su espina dorsal. Pero no, no era un sueño. Era su hija Vanesa, de dos años, que en la habitación vecina gritaba en sueños. Qué extraño, ¿es posible que hayamos tenido el mismo sueño? No, claro, debe estar despierta. Eso es, debe ser yo el que grité dormido, y ella lo repite para llamar la atención. ¡La muy...! Realmente, estos niños saben latín. Ya nos advirtió el doctor, cuando nos explicó como enseñarla a dormir, que intentaría todos los trucos para que fuéramos a su habitación por la noche. Pero no pienso ir, ya lo creo que no. Tiene que aprender a dormir sola, ya está bien de tomarle el pelo a la gente.

Por cierto, un día de estos tendríamos que consultarle al médico lo de la comida. Cada vez come menos, y encima ahora marranea. Algo habrá que hacer con esta niña.

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