13 de septiembre de 2011

Amor, autoridad y coherencia

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Querer a los hijos e hijas se percibe como algo lógico, algo natural, pero conjugar ese amor con la responsabilidad sobre su protección y su educación, se convierte en una tarea que a los padres y madres se les antoja, a ratos, imposible, para la cual, además, no han recibido formación ni apoyo.

Educar implica tres componentes imprescindibles: el amor, la autoridad y la coherencia. Los tres elementos suponen, además, un aprendizaje personal y relacional que va a transformar como personas a los padres y madres y va a garantizar el desarrollo óptimo de sus hijos e hijas.

Los afectos son como un espejo en el que cada persona se mira y desde el que va construyendo su forma de ser y su confianza en el mundo. Dependiendo de los mensajes que ese espejo envíe, la imagen propia y la de los demás puede variar significativamente. Los mensajes educativos llegan siempre a través de los vínculos afectivos. Si las madres y los padres quieren que sus mensajes educativos lleguen a sus hijos, les calen y los asuman como propios, deben primero aprender a quererlos y lograr construir un vínculo afectivo con ellos y ellas.

Pero ganarse esa posición de autoridad sobre los hijos e hijas es una tarea que lleva aún más tiempo. Aprender a decir “no”, decidir cuáles son las normas en las que se quiere educar a los hijos e hijas, los límites que estas normas van a conllevar, conseguir ir adaptándolas a la evolución natural de los niños y niñas y lograr que las asuman como propias y las cumplan, son parte de esta tarea. Educar es un proceso gradual en el que las normas forman parte de la relación, se construyen conjunta y gradualmente con los hijos e hijas, se adaptan a las características de cada persona y situación, pero, una vez se consensúan y se deciden, se han de cumplir. Las normas y los límites no son negociables porque son un derecho de los niños y niñas, no de sus padres o madres; el derecho a criarse con las condiciones que permitan su pleno desarrollo.

Para lograr esa autoridad, surge el tercer elemento: la coherencia. No se educa tanto en lo que se dice como en lo que se siente y se hace. Se transmite a los hijos e hijas los valores que los padres y las madres convierten en guías de su propia vida y del entorno socio afectivo y relacional que crean para sus hijos y para sus familias. La educación en valores no es sólo un contenido de aula, sino el ejemplo diario que se ofrece a los niños y niñas. La coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, la coherencia entre los contenidos que trasmiten los distintos adultos en el entorno del niño, y la firmeza en los mensajes a través del tiempo, dota a esos valores de consistencia , los hace reales y palpables.

Y en estos tres elementos: el afecto, la autoridad y la coherencia es donde la erradicación de cualquier forma de violencia de la crianza de los niños y niñas cobra una importancia capital. Los castigos físicos y psicológicos son todas esas formas de violencia que han formado parte de la crianza desde siempre y que se justifican como necesarias para la educación del niño. Es necesario un proceso de cambio de actitudes sociales que haga que las personas pasen de entender el castigo físico o psicológico como un derecho como padre o madre, o incluso como una obligación educativa, como argumentan muchos, a entenderlo como un error, fruto de sentirse sobrepasado, agotado o incapaz de resolver una situación conflictiva, pero un error que no puede ser justificado. Sólo así los padres y madres se esforzarán por evitarlo.

Hoy en día, el castigo físico y psicológico a los niños y niñas en las familias es la única forma de violencia que sigue siendo aceptada socialmente, porque no se le reconoce como violencia. Si una bofetada la da un adulto, no se reconoce como acto violento, porque existe un sentimiento de propiedad y de esfera privada dentro de las familias que lleva a justificar estas pautas violentas de disciplina. Además, cuestionar el castigo físico y psicológico implica que los padres y madres cuestionen no sólo su propia conducta como padres o madres, sino la de sus padres con ellos mismos, y ese proceso puede resultar doloroso a veces. Reconocer los errores de quien se ama, a veces, es incluso más difícil que reconocer los propios.

Además, las bofetadas, los gritos y los insultos trasmiten a los niños y niñas tres mensajes perversos: les enseñan que la gente que les ama y que debe protegerles tiene derecho a agredirlos, les enseña que aquel o aquella que tiene autoridad sobre ellos puede abusar de la violencia y agredirlos, y les enseña que ésta es una forma legítima de resolver los conflictos. Cuando pegamos a nuestro hijo por haber pegado a otro niño en clase, cuando le reñimos por usar los tacos que han aprendido de oírlos a sus padres, o cuando humillamos a un hijo delante de sus hermanos, estamos no sólo dañando su identidad y su desarrollo, sino abusando del poder que nos brinda precisamente su amor y su cuidado.

No se debe defender las bofetadas como método para imponer límites. Se deben imponer límites para no llegar a las bofetadas, y asumir que el respeto a la integridad y dignidad de las personas empieza por la de los hijos e hijas.

Pepa Horno Goicoechea. Psicóloga. Consultora de infancia, afectividad y protección.
Publicado en el boletín FAMIPED

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