19 de febrero de 2011

¡Cuidado con las etiquetas!



Adriana juega en el parque con Jorge, mientras sus madres charlan animadas sobre cómo son sus hijos y los cambios que han notado en ellos recientemente. “Adriana es un trasto” dice su madre (delante de ella, que parece distraída pero que en realidad tiene todas las antenas sintonizadas con los comentarios maternos) “desde que se levanta hasta que se acuesta, es que no hace nada a derechas, es un desastre. Como esto siga así no sé que va a ser de nosotros”

La mamá de Jorge replica “Bueno, lo cierto es que Jorge está despuntando como un niño increíblemente creativo y curioso, yo creo que no hay ni un juguete en casa que no haya destripado ya... yo le digo en broma a su padre que éste va a ser por lo menos ingeniero aeroespacial!”.

“Qué curioso” comenta la madre de Adriana “mi pequeña hace exactamente lo mismo que Jorge, ¡destroza todos los juguetes!... pero es que insisto, ella es un mal bicho... como mucho llegará a casarse con el tuyo”. Ambas se ríen, pero lo que no saben es que tanto la una como la otra acaban de inaugurar la lista de etiquetas y opiniones (basadas en las expectativas que cada una alberga sobre su retoño) que tendrán sus hijos de sí mismos durante toda la infancia y, posiblemente, la edad adulta.

¿Ángeles o demonios?

En el transcurrir del primer al segundo año, los pequeños nos muestran ya con fuerza muchos de los rasgos de su personalidad, entremezclados con ciertos comportamientos que podemos llamar evolutivos y que son, además de pasajeros, comunes a casi todos los pequeños de esta edad. Por ejemplo, la mayoría de los pequeños de año y medio son bastante temerarios: acaban de lograr la “conquista del espacio” mediante la adquisición de la habilidad para desplazarse solos y, en el momento en que perfeccionan la técnica un poco y se ven seguros, sienten el deseo irrefrenable de ir a por todas. Esto implica, por supuesto, que no van a valorar como peligrosos ni un suelo mojado y resbaladizo, ni una mesa demasiado alta, ni un enchufe desprotegido (con esos agujeritos tan curiosos que invitan a meter dentro los dedos!). Esta misma temeridad es la que les lleva, por otro lado, a regresar de tanto en tanto a los brazos de mamá con más fuerza que nunca y a pedir ser tratados de nuevo como un pequeño bebecito, mimosos y necesitados como nunca de atención.

La tozudez extrema (necesaria para autoafirmarse y descubrir quién son ellos), es otro rasgo de esta etapa en la que empiezan a rebelarse contra todo formalismo y rutina: cambiar pañales, poner abrigos, sentarse en el carrito, terminar un día de parque, etc... Lo mismo ocurre con la posesividad (es la etapa del “¡e mío!”) y otras muchas muestras de que sus intercambios con la realidad no siempre son fáciles (rompen casi todo lo que pasa por sus manos, lloran cuando no pueden expresarse, etc...).

Tenemos, en fin, a unos pequeños que dejan de ser bebés para convertirse, al final de esta etapa, en niñitos, y que comienzan a hacerse notar de manera asombrosa influyendo en todo y todos a base de carácter.

Es realmente difícil que sepamos valorar qué comportamientos de nuestros hijos son registros propios de su desarrollo y cuáles están ya significando unos rasgos de personalidad.

Por eso, resulta muy importante tener bastante cuidado con lo que esperamos de ellos y con las etiquetas que les ponemos en este momento: no sólo van a ser nocivas para su autoestima, es que, además, pueden resultar opuestas al verdadero yo que reside en su interior y, por tanto, impedir un correcto desarrollo emocional.

Nuestros mensajes calan hondo

Los padres somos los espejos de nuestros hijos: nuestros mensajes y opiniones sobre ellos, lo que les decimos y les mostramos con nuestros gestos y expresiones, conforman su autoestima. La autoestima es la opinión que nuestros hijos tienen de ellos mismos, lo que creen que valen. Y son los mensajes que reciben de los padres y los de nadie más los que, en la primera infancia, conforman la imagen que tienen de sí mismos. Puede que la abuela diga: “este niño es un caprichoso”; pero si la madre o el padre no opinan lo mismo y se lo hacen saber a su hijo de diferentes maneras, el niño no se sentirá marcado por esa etiqueta. Por eso, los juicios de valor que provienen de los padres pueden hacer mucho bien (si le transmiten al niño que él es una persona digna de ser amada tal cual es y haga lo que haga), pero también mucho daño.

Mucho antes de aprender a hablar, nuestros hijos son capaces de comprender de forma bastante eficaz el lenguaje y los conceptos que encierran nuestras palabras , frases y actitudes; por tanto, a estas alturas, ya han reunido activamente docenas de adjetivos que han sido utilizados para calificarle a él y sus acciones. Cuando describimos a nuestros hijos como “malo”, “torpe”, “cansino”, “pesado” o “maleducado”, ellos concluyen que esas deben ser las cualidades que poseen y, sin dudarlo (porque confían ciegamente en nosotros) las incorporan como parte del bagaje personal y afectivo con el que van a contar para crecer.

Poco a poco y con nuestros mensajes sobre sí mismos, nuestros hijos van construyendo eso que llamamos “autoimagen”. Y lo harán reflejando fielmente nuestros juicios y opiniones, porque sucede que el niño jamás se va a cuestionar si nuestras etiquetas son adecuadas o no: lo que va a cuestionar es su propio valor.

Y como todos, niños y adultos, nos comportamos y nos desenvolvemos en la vida de acuerdo a la imagen que tenemos de nosotros mismos, la ecuación que resulta es bastante sencilla: si el niño piensa y siente que es, por ejemplo, un desastre (egoísta, distraído, soso o caprichoso), le va resultar muy difícil comportarse a lo largo de su infancia de otra manera que no sea esa porque, de lo contrario, sentirá que “no es él”.

¿Qué esperamos de ellos?

Nuestras experiencias pasadas, nuestras necesidades personales y nuestros valores culturales se combinan para formar una red de expectativas sobre nuestra paternidad (es decir, sobre el tipo de padre o madre que queremos ser) y sobre nuestros hijos (sobre lo que esperamos que ellos sean). Estas expectativas son las varas con las que medimos a nuestros hijos. Por ejemplo, si en las expectativas que tenemos como padres cuenta la de ser unos padres siempre serenos, de esos que parece que siempre tienen todo bajo control (quizá en nuestra casa vivimos todo lo contrario y pretendemos evitar los errores que cometieron con nosotros), cualquier rabieta o arrebato de tozudez por parte de nuestro pequeño nos sacará de nuestras casillas y nos hará mucho más proclives a calificar a nuestro hijo de “rebelde” “malo” o “desobediente” (porque su comportamiento nos hace muy difícil mantenernos en ese papel que queremos desempeñar). Si, por el contrario, toleramos mostrarnos ante el mundo como padres a veces desconcertados, a veces indecisos (ambas cosas muy normales, en cualquier caso), es posible que comprendamos mejor determinados comportamientos y nuestro hijo no nos parezca tan malo sino, simplemente, un “pequeño de su edad”.

Por otro lado, es posible que, por desconocimiento o inexperiencia, pensemos que un niño de un año y medio debería ser limpio, dormirse solito y sin necesitarnos, comer con la elegancia de un diplomático, estar callado cuando se le pide, mantener las manos quietecitas frente a los botones de un electrodoméstico, ser siempre obediente y muy sociable. Con estas expectativas inalcanzables y por desgracia muy comunes, tenemos todas las papeletas para que el pequeño no sólo no llegue nunca a comportarse como nosotros esperamos (lógicamente) sino que, además, se lo estemos recordando constantemente (“ay cariño, deja ya de comer como un marrano” “mira que eres desobediente” “¿pero cuándo vas a dejar de ser tan llorona?”) enviándole una y otra vez el mensaje de que nunca estamos satisfechos con cómo es él y etiquetándole ante amigos y familiares de cochino, cobarde o quejica.

Descubrir lo que hay detrás.

Ahora que ya sabemos que las etiquetas que ponemos a nuestros hijos dependen, en gran medida, de cómo vemos nosotros las cosas y cómo las vivimos, tenemos en nuestra mano todas las herramientas para cambiar nuestro discurso hacia ellos y empezar a alimentar su autoestima en vez de minarla.

Resulta tan sencillo como “darle la vuelta a la tortilla” y descubrir las grandes cualidades que se esconden tras lo que nosotros vivimos como defectos.

1- El Tímido (“es un soso” “es un asocial” “es muy parado”). Un niño tímido es, en realidad, un gran pensador. Un observador de la vida, un intelectual en miniatura. Maestro de las pequeñas cosas y disciplinado como pocos, disfruta con los placeres más sencillos de la vida. Huye de las multitudes pero se siente como pez en el agua cuando está entre los suyos. Afectuoso, cariñoso hasta el extremo y prudente en sus avances (solo moverá ficha cuando esté bien seguro de hacerlo, pero una vez que lo haya hecho no mirará atrás), sólo muestra sus encantos cuando realmente comprueba que está entre amigos. Por eso, conquistar la sonrisa de un tímido tiene doble valor para el que lo consigue, porque este pequeño no se deja seducir fácilmente: hay que estar a la altura de su enorme corazón. Un tipo interesante ¿no?.

2- El Travieso (“no tiene una idea buena” “es un insensato”). Este pequeñín es un explorador nato, un valiente, un atrevido. Un pequeño que se come la vida a bocados, una personita que sabe que asumir ciertos riesgos puede tener buenas recompensas. Su creatividad es desbordante y siempre sabrá ver en las cosas más sencillas las utilidades más complicadas. Ni los obstáculos ni las amenazas se hicieron para parar a este pequeño de carácter optimista y dicharachero (que seguro contará con grandes destrezas físicas...¡las necesita para sus malabarismos!). Disfrutará de todo lo que la vida le ofrezca y será un gran solucionador de problemas porque ideas, aunque sean disparatadas, no le van a faltar nunca.

3- El Malo (“es de la piel de Barrabás” “este es un egoísta” “desobediente”). Aquí tenemos a los niños más incomprendidos e injustamente tratados. Son hipersensibles (aunque parezcan duros como piedras), muy inteligentes y necesitados de atención al extremo; Tras las maldades y egoísmos de este chiquitín se esconde una criatura excepcional que necesita ser descubierta y acompañada, porque a menudo se siente solo. Tras su desobediencia se está expresando un deseo profundo de cuestionar lo establecido y sus negativas pueden invitarnos a una interesante reflexión educativa. Es un diamante en bruto y, como tal, necesita ser pulido con todo el cariño del mundo para poder brillar.

4- El Caprichoso (“es una pesada, todo lo quiere” “es un cascarrabias” “tiene muy mala uva este pequeño”). Lo tiene claro y sabe cómo, cuándo y dónde lo quiere. Con una determinación, un carácter de fuego y una capacidad de perseverar en sus empeños que ya la quisieran para sí muchos adultos, este pequeño se mueve por la vida con los ojos bien atentos y un gran poder de discriminación. No le dan igual ocho que ochenta y es un gran luchador. A este chiquito no le vale un no por respuesta, será un gran negociador que no dudará en perseguir con tesón aquello que considera bueno para sí y para los suyos. Lo que hoy es llanto y pataleta, mañana será arrojo: ¡cuidado, que a este pequeño no habrá ningún reto que se le resista!

5- El Mimoso (“todo el día pegada a las faldas de su madre” “es un malcriado” “no sabe estar solo”). La ternura, como los manjares más delicados, se hizo para los que saben apreciar las cosas buenas de la vida. Y estos pequeños son unos “gourmets” de las emociones. Saben lo que es mejor para ellos (“los brazos de mami y los achuchones de papi”) y no dudan ni un instante en disfrutar de ello a tope. Hogareños, familiares e incondicionales a un buen regazo, estos peques son y serán grandes conocedores del alma humana y sus sutilezas. Si son respetados en su gran necesidad de contacto, el día de mañana serán adultos seguros de sí mismos, amigos fieles, solidarios y empáticos.

6- El Llorón (“es un pesado, llora para todo” “todo el día quejándose” “es una cuentista”). El don de la comunicación sólo es para unos pocos. Y estos niños, aunque cueste creerlo, son grandes comunicadores. Capaces ya de albergar en su interior gran variedad de sentimientos, su limitado lenguaje aún no les acompaña para expresarlos y los comunican mediante el llanto. Cuando aprendan a hablar con soltura, estos pequeños no callarán ante nada y verbalizarán su intensa vida interior y sus experiencias. Serán contadores de historias y excelentes narradores. Portavoces de sí mismos y de los demás, sabrán muy bien cómo hacerse entender hasta en los más pequeños matices y nos mostrarán su mapa afectivo sin perder detalle. Tienen suerte: desde el inicio de sus días lucharon por expresarse y a su lado siempre hubo alguien dispuesto a escucharles.

Cuidado también con los elogios.

Las etiquetas en forma de elogios pueden ser un arma de doble filo.

“Este niño es un santo, a todo dice que si” “no hace un ruido, parece que no estuviera” y frases por el estilo, aunque lanzadas con todo el amor del mundo, pueden enviarle al niño el mensaje de que se sólo se le aceptará si responde exactamente a estas descripciones, encasillándole en unos comportamientos que limitan otras expresiones de sí mismo muy legítimas y habituales a esta edad (ser gritón, ensuciarse, pedir algo con fuerza, decir que no rotundamente..).

Por Violeta Alcocer, para Ser Padres Hoy (copyright). Fuente: Atraviesa el espejo

2 comentarios:

  1. Que razón! Los padres somos los primeros que debemos evitar estos tipos de etiquetas, al tener dos bebés en ocasiones tendemos a comparar, cada niño tiene un carácter y estilo único que hace que su cuidado sea de una forma u otra, pero en ningún caso debemos clasificalos en buenos, malos, listos,...

    ResponderEliminar
  2. Creo que es inevitable.Tanto con los gemelos , como con los hermanos.Uno de mis hijos cuando tenía 3 años se presentaba diciendo:'Este es Jaime y yo 'el raro''.
    Hemos ido cambiando su rareza a la genialidad y por lo menos su autoestima es buena.
    Todos somos distintos y todos tenemos etiquetas,lo importante es que no nos marquen de manera negativa.

    ResponderEliminar