Como madre primeriza con grandes deseos de hacer lo mejor para mi hijo, yo estaba determinada a practicar lo que se llama "crianza total". Había oído muchas explicaciones acerca de lo positivo de la práctica de mantener al bebé en contacto físico con la madre, pero cuando me puse a ello, resulta que no conocía a nadie que llevara a su bebé de esa forma tan constante y tan próxima que se decía que era la mejor.
Yo tenía unas ganas enormes de usar el rebozo tradicional indígena, o chal, para llevar a mi bebé, como es habitual en los países de Latinoamérica en los que había pasado los últimos años. Me di cuenta de que los bebés indígenas estaban despiertos y tranquilos, aprovechándose de su posición expuesta pero segura para inspeccionar y estudiar el mundo que había a su alrededor.
La teoría que se esconde tras la "crianza total" es la de que si la criatura se siente óptimamente segura durante los primeros años de su vida, no tendrá que pasar el resto de su vida buscando el amor y la confianza perdidos. Una vez establecida una confianza de corazón en el mundo y en las relaciones íntimas, será capaz de tener profundas visiones interiores.
Mi hijito Van conoció el rebozo desde pocos días después de haber nacido. Nos ha ayudado a crear una bonita unión entre nosotros, y entre mí y las mujeres de las culturas entre las que vivo. El peso y la altura del bebé son independientes de mis brazos, de forma que yo puedo pasear cómodamente, llevar paquetes, abrir puertas, etc., mientras que el bebé está seguro y cerca.
Durante los primeros meses, él podía mamar siempre que le apetecía en público mientras estaba totalmente oculto a la vista de los demás. El rebozo es una herramienta estupenda, y le permite a un niño pequeño estar en un lugar seguro en sociedad, participando con sus padres en la vida.
Una visita a los Estados Unidos cuando Van tenía tres meses me reafirmó en mi deseo de la "crianza total". En contraste con la sociedad mejicana, encontré mucho énfasis en los Estados Unidos en cómo hacer la crianza de los hijos más cómoda y en como ajustarla para hacerla encajar con los restantes objetivos de los adultos. Me decían, una y otra vez, "Bárbara, deja al niño. Relájate, necesitas descansar." Pero cuando yo estaba más relajada era cuando estaba dando de mamar o con el bebé pegado a mí. Quería estar ahí cuando Van se despertara para sus frecuentes aunque cortas tomas nocturnas, y realmente no entendía porqué otros padres querían que sus bebés durmieran toda la noche. Sus murmullos pidiendo "chi chi" no interrumpían mi descanso, y yo los daba la bienvenida como una protección contra la posibilidad de un embarazo mientras él era pequeño.
Estoy muy agradecida de que mi estilo de vida me permitiera estar tanto tiempo con mi bebé, y creo firmemente en las frases "contacto constante", "entregada a ser madre", y "los bebés están hechos para los brazos de sus madres". A pesar de todo a veces tenía que dejarle para hacer las necesidades que nos llevan de un día a otro. Como me negué a tener una silla para el bebé, no tenía dónde sentarle cerca y a mi vista mientras me duchaba, cosía, o cenaba. Mi insistencia en hacer lo que yo pensaba que era lo natural, al modo tradicional sólo me incomodaba y agotaba.
Cuando Van cumplió nueve meses, me sentía quemada y confundida, cuestionándome los principios sobre los cuáles yo había basado mi corta experiencia en crianza. Abrí los ojos y no pude creer lo que vi. Yo estaba intentando realizar un ideal que no existía, un ideal de "crianza total" que aislaba a la madre y al bebé como una unidad cerrada.
Yo veía a los bebés indígenas en rebozos todo el día, pero una primita podía estar llevando al bebé, mientras la mamá prendía el fuego, o hacía manualidades; y después una tía llevaba al bebé, llevándoselo a su madre cuando quería mamar: y cuando acababa ayudaba a sujetar a la chiquitina a la espalda de su tía. La tradición de la lactancia a demanda se mantenía, pero ¿la "crianza total"? Yo no la veía. El bebé era parte de la gran familia y de la comunidad, y como todos sus miembros, se movía en todos los círculos de actividad. Sí, los bebés estaban en contacto humano permanente, pero no exclusivamente con sus madres.
Me di cuenta de que mi mala interpretación de la relación madre-hijo en una cultura primitiva sólo podía hacerla una mujer occidental, crecida en una sociedad donde las madres y sus hijos pequeños están aislados en el núcleo familiar. La nuestra no es una sociedad tribal y no podemos recrear ésa situación, excepto quizás en raras ocasiones en una comuna o en una comunidad pequeña. En nuestra sociedad tenemos la opción y la inclinación a coger y a dejar a nuestras relaciones siempre que las cosas no van de la forma que se supone que deberían ir.
Quizás comprometernos en un auténtico compromiso y amor entre los miembros de la familia sería el catalizador para la seguridad emocional y el bienestar de nuestros hijos, traídos al mundo y criados en este mundo moderno.
Al los quince meses, Van y yo seguíamos compartiendo el rebozo muchas veces al día, de compras, paseando, y cuando se ponía a incordiar entre mis rodillas, lo subía a mi espalda y seguía con mis tareas. Mi corazón sigue latiendo cuando oigo su corazoncito latir suavemente contra mis costillas. Estoy agradecida por el don de haber visto estas tradiciones antiguas, y por mi inclinación a adoptarlas, no ciegamente, sino con la conciencia de quién soy y de dónde vengo. Puedo cuidar a mi hijo no con la machacona insistencia de "hacer la única forma de hacerlo correctamente", sino eligiendo lo que funciona en el momento para nuestra familia, que sigue creciendo. Espero siempre escuchar y aprender de mis experiencias vitales.
Bárbara Wishingrad
Publicada en inglés en "Special Delivery", el boletín de la organización Informed Homebirth and Informed Birth and Parenting (Partos Caseros Educados y La Paternidad y Parto Educado), en el otoño de 1986. Extraído de la web Crianza a través de las culturas
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