Para Piaget, el famoso psicólogo suizo, el desarrollo humano va de la dependencia y la necesidad constante de los otros que sostiene el recién nacido a una capacidad importante para razonar por cuenta propia y valerse por uno mismo cuando se alcanza la edad adulta, el desarrollo humano tiene como una de sus metas la autonomía.
En muchas ocasiones las madres y los padres pensamos que la autonomía y la independencia vendrán después, cuando nuestros hijos e hijas se acerquen a la mayoría de edad. Este pensamiento, que en parte es evidentemente cierto, en parte también es una trampa. Cuanto más tardemos en poner a nuestros hijos delante de situaciones en las que han de hacerse cargo de sus vidas y sus decisiones, más difícil hacemos ese aprendizaje.
De hecho, vamos a defender que la autonomía no es un fin, que debe ser un medio por el que crecer y aprender. Y en cada momento de la vida de los niños y las niñas hay numerosas situaciones en las que desarrollar esa cualidad. Y en esas circunstancias nosotros como madres y padres decidimos si las convertimos en situaciones para aprender.
Las actuales condiciones económicas, laborales y sociales parecerían favorecer un retraso general del desarrollo de la autonomía y la independencia personales. Cada vez se estudia más tiempo, cada vez la inserción estable en el mercado laboral es más complicada, cada vez es más difícil independizarse del domicilio familiar… Pero si no establecemos la autonomía como una condición desde el principio más dificultamos el proceso de desarrollo de niños, niñas y adolescentes. Y más difícil también hacemos que al final alcancen esos objetivos personales diferenciados (el trabajo, la vivienda…).
Un niño le decía a la psicoanalista Françoise Doltó: “si me dijeran que sería mayor a los 14, me prepararía para serlo”. Nosotros, los adultos, vamos a servir de referente a nuestros hijos e hijas para entender en qué grados y condiciones ellos se pueden construir autónomos. Nosotros, padres y madres, tenemos mucho que ver con que ellos estimulen o ralenticen su autonomía. Por ejemplo, haciendo cosas por ellos que pueden hacer solos. Pensemos en los hábitos de higiene y cuidado que a veces atendemos sin necesidad, sin hacer que ellos se hagan responsables y dueños de esas rutinas que van a preservar su salud y animar su desarrollo. El cuidado a la infancia y la adolescencia también implica no sobreactuar, evitar hacerse cargo de funciones o tareas que los niños, niñas y adolescentes pueden desarrollar. Cuando postergamos el paso a la alimentación sólida, cuando asumimos vestirles aunque ellos puedan hacerlo solos, cuando les ponemos la tele “para que desayunen” y les damos a mano cucharada a cucharada sin necesidad con la intención de que no se enteren de que comen estamos haciendo contra el desarrollo de su capacidad de autonomía. Y es que hay veces que ellos supuestamente ganan la batalla, cuando nos convencen de que es mejor que les tratemos como a niños más pequeños de lo que son porque así no nos dan tanta guerra. Su pesadez se convierte en un arma efectiva que consigue sus deseos más inmediatos pero que opera en su contra al largo plazo.
Y es que educar para la autonomía también representa en muchas ocasiones asumir que educamos desde el error y el fracaso temporal. No se trata de dejarles hacer algo cuando les va a salir bien, cuando estén “totalmente” preparados. Bien al contrario, se trata de poner condiciones para que lo intenten y vean (con nosotros) qué ocurre, si pueden o no enfrentarse a los cordones del zapato, la ducha o la cuchara, el cuchillo y el tenedor. En situaciones de aprendizaje es más valioso el intento que el resultado. Y esto es algo que además permite aprender no sólo en función del producto, de lo que salga al final de la actividad, sino del valor de la experiencia en sí, de su mero hecho. Hay algo mercantilista, muy propio de estos tiempos, en el pensar que lo único que importa es el resultado (desde la ejecución de un problema de matemáticas a la formulación de una propuesta ciudadana). Parece que lo único que vale es el final, lo que resulte. Bien al contrario, muchas de esas experiencias van a aportarnos como personas en la medida que podamos asomarnos a ellas mismas, a encontrarnos pensando un problema (aritmético o comunitario) y en su abordaje aprendamos no sólo de la realidad que queremos enfrentar sino de nosotros mismos.
No proponemos exponer a nuestros hijos e hijas a situaciones en las que el fracaso o la frustración sean una constante, algo que se dé una y otra vez. Pero sí reivindicar que algo de eso tiene también que jugarse en cada paso hacia la autonomía. Se trata de graduar y sostener en esa exposición al malestar para que éste pueda integrarse en algo productivo y nuevo.
En muchas ocasiones el acceso a la escuela representa para muchos niños y niñas una situación de desconcierto y malestar. Muchos de ellos lloran los primeros momentos de su acceso a la escuela o incluso lo hacen los primeros días. En parte, esa respuesta es lógica ante una situación nueva y desconcertante, en la que sus figuras significativas han desaparecido. Parte del trabajo de los educadores de la enseñanza infantil en este tiempo pasa por sostener ese malestar y poder transformarlo en otra cosa. La mayoría de las veces a los pocos días los niños y niñas entienden que esa situación nueva no es de abandono y muchos festejan al poco tiempo ir a una escuela donde pasan cosas nuevas e interesantes. En esas situaciones los niños también celebran ser recogidos o reencontrarse con sus padres y madres, de un modo intuitivo entienden que ellos volverán y que después de la escuela sigue el parque o los juegos en casa, los mimos y los cuidados, el disfrute conjunto.
A veces, queriendo lo mejor para nuestros hijos tratamos de que no se expongan a la más mínima frustración, que no soporten la menor tensión. Eso podría estar bien si ellos y nosotros pudiéramos habitar un mundo en el que la dificultad o la frustración no existieran, pero parece que esto no es así.
En ocasiones podremos exponer a nuestros hijos e hijas a tensiones que ellos no puedan manejar, que los bloqueen y ante las que no puedan responder de una manera productiva. Sea cual sea la situación y sus razones, es entonces cuando podremos pensar que intervenimos protectoramente evitándoles dicha situación. Si lo más frecuente es que en el proceso de adaptación a la educación infantil se den algunos llantos y algunos altibajos, puede ocurrir por muchos motivos que el ajuste al nuevo medio genere malestar y sintamos que no pueden afrontar en las condiciones socialmente establecidas. Tocará entonces establecer medidas protectoras, hablar con maestras y maestros, revisar el plan de adaptación… No defendemos una exposición espartana, en la que sobreviva el más fuerte o que se sostenga sobre el sufrimiento y la resignación. Se trata de apoyar lo necesario y dejar hacer lo posible, en dar espacios y condiciones para que ellos puedan actuar y nosotros, acompañando, ver cómo lo hacen, hasta dónde llegan, cómo y cuándo necesitan de nuestra intervención.
Pensemos que lo contrario de la autonomía es la dependencia. Y eso es lo que fomentamos cuando les pedimos menos de lo que pueden o cuando les damos más de lo que necesitan. Entendamos el desarrollo desde esta perspectiva, nuestro papel como madres y padres es darles condiciones para que consoliden su capacidades en relación con su medio, con aquellas características del contexto que les exigen poner en juego sus habilidades, desarrollarlas, crecer. Y es desde ahí desde donde les ayudamos a hacer más y mejor con sus vidas, ya sea en el patio de la escuela, en el parque, con sus deberes o cuando estén fijándose unas metas de vida adulta.
Miremos también en el contexto de la organización doméstica. En ocasiones, por una suposición pretendidamente benevolente, les eximimos de las responsabilidades que podrían asumir como miembros de una familia. Desde recoger sus cosas después del baño o la preparación de la mochila para el día siguiente a la asignación de responsabilidades en tareas como la compra o la cocina. Asumir responsabilidades, compartir compromisos, les permite sentirse corresponsables, asumir un protagonismo productivo que facilita repartir cargas y aprender desde un lugar activo que les permite relacionarse con las cosas cotidianas de manera productiva. Desde revisar las cuentas de la frutería a poder reclamar un cobro injustificado, son condiciones para aprender desde la cotidianeidad el desempeño de la ciudadanía. Sólo desde la responsabilidad vamos a poder una ciudadanía que defienda y exija defender los derechos de cada uno.
Y esto nos lleva a pensar en el equilibrio y la proporción entre derechos y deberes. A veces nos parece que nuestro hijo es una fiera en el fútbol y la informática y le regalamos un ipad, pero luego no le exigimos que se vista o desayune solo. Es complicado pero imprescindible pensar en la situación de nuestros hijos e hijas en conjunto, como algo que es necesariamente global. A veces nos quedamos atrapados en los extremos, los máximos o los mínimos del desarrollo, y no podemos analizar la situación globalmente. Ese balance, tan necesario como difícil, es útil para poder ayudar a equilibrar las distintas facetas que son la expresión de una única forma de ser y estar en el mundo.
En un grupo de padres de adolescentes con una gran desmotivación hacia los estudios, en un instituto del sur de Madrid, en el diálogo de preguntarse con ellos qué les pasaba a sus hijos e hijas surgió la idea de que eran buenos chicos y no se les podía pedir más. La opinión, compartida entre los padres y madres participantes del grupo no dejaba ver que a la vez ese cumplimiento de las exigencias mínimas que el sistema educativo requería para chicos y chicas de su edad. Y aquí podemos equiparar las exigencias del centro con las de cualquier contexto social afuera de lo familiar. Sin dudar un momento del análisis de estos padres y madres, debemos pensar en qué medida su comprensión era una benevolencia que dificultaba que los chicos y chicas asumieran una posición activa y resolutiva ante su realidad, su futuro y sus posibilidades.
Pensemos en la exigencia como un motor del desarrollo, en una forma de ajustar competencias y saberes con la realidad. Desde ahí acompañar, cuidar, no es sinónimo de evitar sino más bien algo que tiene que ver con alentar y sostener para que ellos puedan responder ajustadamente a lo que se les está pidiendo. Aquí la confianza tiene que ver, otra vez, con esperar a que ellos puedan responder ajustada y adecuadamente a lo que la realidad les propone, y pensemos en estos términos las exigencias escolares que no son más que la expresión de una demanda social ajustada a sus niveles de competencia personal. Y afirmamos esto no tanto, otra vez, en términos de resultados sino de esfuerzo. Podremos decir que podemos sentirnos satisfechos porque nuestros hijos e hijas hicieron lo que pudieron, lo que estaba en su mano, independientemente de sus resultados, por ejemplo de sus calificaciones académicas. Lo que tenemos que pensar es lo que significa en términos de renuncia o de condena dar por hecho que lo que hicieron estaba bien cuando ellos y nosotros pensamos que no lo intentaron, que se quedaron presas de sus dudas o sus temores, de sus dificultades.
Volvemos a combinar apoyo y control, afecto y exigencia. Quererlos no tiene porqué suponer la renuncia a pedirles que hagan lo que deben, que se comprometan con las tareas que les exige su realidad más próxima. Que sean capaces de exponerse y exigirse para descubrirse aprendiendo y sentirse competentes.
A veces, detrás de nuestros consentimientos y ofertas se esconde la educación del doctor Frankenstein, que diría Meirieu. En definitiva, el mítico científico de la novela de Marie Shelley sólo pretendía crear una criatura que cumpliera sus deseos y sus expectativas, toda la dificultad de la historia aparece cuando el monstruo toma decisiones y expresa necesidades que no están en el guión de su creador. Y desde ahí a la tragedia. Hacer hijos e hijas autónomos nos obliga a reconocernos también limitados, a tener que soportar nuestras incertidumbres, dudas y temores, a dejar que ellos decidan y se equivoquen. Y desde ahí reconocer su autonomía, su distinta forma de ver las cosas y de actuar.
A nosotros, padres y madres, nos queda la importante función de dejar espacios para que todo esto pueda probarse y aprenderse, porque finalmente la autonomía no se da, se conquista. Día a día. Desde el nacimiento hasta el final de nuestra vida, siempre nos encontramos con situaciones en las que decidir significa entre otras cosas optar por soluciones más o menos autónomas, más o menos dependientes.
Por Luis García Campos. Extraido de Educación en familia. Recursos para mejorar nuestras competencias familiares
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