13 de julio de 2013

Mi niño no me habla


Últimamente leo y escucho algo que me temía desde hace tiempo y que supongo que terminará convirtiéndose en moda también: cómo enseñar a tu bebé a hablar.

Confundimos estimulación con métodos y nos lanzamos a adiestrar a nuestros hijos en hechos que suceden sin más intervención que la interacción natural padres-hijos-ambiente.

¿A qué se debe esta sobreactuación sobre todos y cada uno de los hechos del desarrollo? Me inquieta de verdad.

Ya he comentado en algunas ocasiones que los padres de hoy mantienen un afán malsano (para el niño) de ponerse todas las medallas que, en realidad, le corresponden al pequeño. Los niños “nos comen” bien, mal o regular. “Le quitamos” el chupete, el bibe y el pañal (y con llenos de orgullo lo decimos, mientras el niño nos mira como si no tuviera él nada que ver en el asunto) y “conseguimos que duerma del tirón” o “le enseñamos a dormir” para que nos deje tranquilitos 12 de las 24 horas que vive a nuestro lado (esto es un decir, porque de las 12 restantes es posible que sólo estemos realmente juntos 2 o 3).

Sea como fuere, hechos tan sencillos y naturales como comer, dormir, succionar o controlar los propios esfínteres ya no les pertenecen a los niños, sino a sus orgullosos padres, que se han leído un libro o, en el peor de los casos, han seguido la “metodología popular”. Me pregunto si tras la necesidad de atribuirnos los logros ajenos (los de nuestros hijos) no se esconderá una obsesiva necesidad de control... o quizá la propia infancia robada, la propia necesidad de aprobación, de visibilidad, de hacer las cosas bien.
Son necesidades muy lícitas, todos las tenemos, pero no a costa de la invisibilidad de nuestros hijos, por favor.

En cualquier caso, temas como los anteriores llevamos años debatiéndolos, posicionándonos, probando y errando (o acertando). Hace meses hacía un repaso mental de los pocos logros que le quedan al niño por reclamar para sí mismo y así a priori se me ocurrían dos: el lenguaje y caminar.

Pues bien, ya comienzan a aparecer inquietudes al respecto: madres y padres que se inquietan (y mucho) porque la maestra de turno les sugiere una visita al logopeda ya que su hijo/a de tres años no pronuncia bien o no habla como “es de esperar”. Familias que sospechan un retraso en el desarrollo del lenguaje porque su pequeño, de dos, no habla igual que lo hizo su hermanito. Estas familias ignora que el lenguaje es mucho más que palabras: no saben que el lenguaje infantil es un código la mayor parte de las veces no verbal, que sólo se puede descifrar permaneciendo en conexión con el niño.

Comenzamos a leer técnicas para “estimular el lenguaje”, ejercicios para tonificar el aparato fonador, y métodos varios para que nuestros pequeños hablen y pronuncien “como es debido” y a las edades que hemos establecido para ello (a los dos años ya deberían hablar como loros). Queremos que nuestros hijos sean como nos dicen que son los niños. Y queremos que sean siempre “como los demás”.

Si supiéramos lo peligroso e irresponsable que resulta la tendencia a la “normalización” y la “uniformidad” a la que estamos asistiendo en estos años, nos lo pensaríamos dos veces antes de evitar fóbicamente todo aquello que represente la individualidad, la unicidad, la particularidad o el ritmo personal del niño en crecimiento.

Las diferencias nos enriquecen y fortalecen nuestra propia estima, lo contrario nos aborrega y nos supedita a entrar en unos estándares sólo compartidos por unos pocos: la uniformidad condena a las personas (a los niños) al fracaso personal, a la etiqueta, a la pobre valoración y, lo que es peor, a la renuncia expresa a lo que uno es en realidad y cómo es en realidad.

Para que todos ustedes lo sepan: los niños no necesitan que les enseñemos a hablar, necesitan que seamos nosotros los que les hablemos…. y que les escuchemos. Que pasemos tiempo con ellos, que les leamos cuentos, les cantemos canciones, les susurremos al oído, les hagamos pedorretas. Que le pongamos palabras a sus sentimientos y a los nuestros: amor, cariño, enfado, rabia. Que nos enternezcamos con sus errores y caigamos rendidos ante sus logros.
Porque las palabras que salen de su boca, ya sean muchas o pocas, escriben el libro de su vida, no de la nuestra.

Y permitanme la ironía, pero cuando pase la moda de “enseñarles a hablar”, de una cosa estoy segura: cientos de padres (los mismos que se preocuparon porque el niño no hablaba) acudirán nerviosos a las librerías y a las consultas preguntando : “y ahora, ¿cómo le hago callar?”.

Violeta Alcocer.
Publicado en el blog Atraviesa el espejo

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