22 de abril de 2013

La crianza de la dominación


A raíz de varios comentarios a este post que publiqué recientemente sobre los efectos del método Estivill, me he puesto a pensar en esa crianza tradicional y jerárquica de la que la provenimos la mayoría de los adultos del mundo occidental hoy en día y que buscaba —busca—, básicamente, la dominación. El niño debía ser obediente y sumiso, debía saber «quién manda». Y acatar las normas impuestas por sus padres sin rechistar.

(Aún hoy, hay quien me ha reprochado que mi hijo «hace lo que quiere» conmigo).

Creo que criar a un niño de esta forma autoritaria tiene que ser absolutamente agotador. Sobre todo ahora que mi niño tiene dos años y medio. Intenta imponerle algo a un niño de esta edad: si lo consigues, es a base de un gran derroche de energía. ¿Y qué ganas a cambio? De acuerdo, hay situaciones en las que es necesario que un niño de esta edad haga cosas que no quiere, como tomar una medicina o ir atado en su sillita mientras mamá conduce. Pero no me imagino intentando «imponerme» de esta forma porque sí, para que «aprenda». ¿Para que aprenda qué? ¿Que yo estoy por encima de él?

La imposición viene de afuera, es algo externo a nosotros. ¿Cuántos de nosotros nos sentimos obligados a hacer cosas que realmente no queremos hacer? ¿Cuántos de nosotros hacemos lo que esperan los demás, sin preguntarnos qué es lo que queremos nosotros? Pues ese es un comportamiento muy común, aprendido en la infancia. Nos acostumbramos, desde que nacemos, a prestar más oídos a los demás —pareja, amigos, autoridades, medios de comunicación, jefes, políticos— que a nuestro propio corazón.

La crianza no tiene por qué ser una lucha de poderes. Si yo trato de imponerme a mi hijo, él intentará hacer lo mismo. Y si no lo logra conmigo, que soy un adulto, lo hará con quienes son más débiles que él.

El gran error está en considerar a los niños como ciudadanos «de segunda». No pensamos en ellos como personas, con los mismos derechos que los adultos. Toda persona tiene derecho a ser escuchada y tomada en cuenta. Los niños, los bebés, también. De hecho, y dado que son más débiles, nuestra consideración hacia ellos debería ser mucho mayor.

Hay quién dirá que entonces cómo van a respetarnos los niños si no nos imponemos. Pero el verdadero respeto nunca es algo impuesto desde fuera: el respeto nace desde dentro. Lo inspiramos con nuestras acciones, con nuestra forma de estar en el mundo. La violencia (física, verbal o emocional) jamás genera respeto: genera sumisión, que es algo muy distinto.

Lo preocupante es que nos hemos acostumbrado tanto a la violencia que a veces incluso vivimos con ella y no la reconocemos. Dejar llorar a un bebé es violencia. Gritarle a un niño que pide atención es violencia. Imponernos a la fuerza es violencia.

El verdadero respeto no tiene nada que ver con el poder de los hombres, sino con el poder individual de cada uno, que nace desde nuestra esencia más profunda. Y ese poder, el poder del Ser, es el que entienden los niños, porque está en su misma sintonía. Es algo que emana de nosotros sin necesidad de palabras.

Si respetamos a los niños, nos respetamos a nosotros mismos. Y los niños nos respetarán.

Una crianza que se basa no en la dominación, sino en el respeto, es mucho más llevadera, más relajada, más placentera. Se trata de acompañar al niño a descubrir el mundo, no de moldear al niño a nuestro antojo. Por supuesto que necesita nuestra guía, pero si sabemos colocarnos en sus pies y realmente escucharle, él nos escuchará.

La resistencia crea resistencia. El respeto crea respeto.

Es todo un reto cambiar un paradigma, el de la dominación hacia el niño, tan profundamente arraigado en nuestra sociedad y en nuestra consciencia. Pero es urgente que lo hagamos si lo que queremos es criar adultos íntegros, empáticos, coherentes consigo mismos; adultos capaces de cambiar el mundo desde el amor.

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Publicado con el permiso de su autora, Vivian Watson, y extraído de su blog Nace una mamá

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