Las
experiencias durante la primera infancia conforman, eso lo sabemos
todos ya, la estructura, el eje sobre el que se sustentan todos aquellos
aspectos de la persona adulta.
Sabemos que los mensajes, los estilos, los vínculos.. lo que no es dado y sobre todo lo que no nos es dado, marcan de alguna manera lo que somos hoy. No tanto porque una infancia complicada determine una vida desgraciada (cosa que no creo), sino porque ese eje con el que contamos es el punto de partida a la hora de arrojar cierta comprensión sobre nosotros mismos, reconocer y apreciar nuestros recursos y reconocer y dejarnos acompañar por nuestras carencias.
Independientemente de los abrazos, el contacto, las palabras de amor y las buenas formas, existe un discurso de fondo fundamental pero no siempre visible, que a mi entender es uno de los mensajes más potentes que se le puede dar a un niño en los primeros años.
Ese discurso no se habla con palabras, sino más bien con actitudes y acciones (o la ausencia de ellas) concretas, pero su mensaje es contundente y duradero: “Eres dueño de tu cuerpo” “Cada cosa tiene su momento y sólo uno sabe cuando ese momento ha llegado” “Cada ser humano es diferente, tú eres único y nosotros reconocemos esa unicidad y te valoramos tal cual eres” “Tu vas a ser el responsable de los aciertos y errores de tu vida” “Conéctate con la persona que eres realmente, no hagas las cosas por complacer a otros pero tampoco vivas ajeno al mundo” y así un largo etcétera.
Estos mensajes se traducen, de forma más concreta, en el hecho de proporcionar a nuestros hijos motivación para el logro, para la toma de decisiones, una sana autoestima, un autoconcepto coherente con la realidad y una estructura abierta al aprendizaje. Y son mensajes que calan en lo más hondo porque no son parte de un entrenamiento, ni de un manual, ni de un método… sino más bien porque son mensajes particulares para cada niño, mensajes de amor, valoración y respeto por sus procesos fundamentales.
Mensajes que de alguna manera reconocen la grandeza del ser humano y su potencial, que contribuyen a la expresión de ese potencial no tratando de encasillarlo, etiquetarlo o llevarlo por los cauces “normalizados” aún a costa de perder su brillo en el camino sino más bien observando, rescatando, señalando, mostrando y guiando al niño la mejor manera de ser él mismo en el mundo que le ha tocado vivir. Permitiéndole ser el dueño de sí mismo, que no es poco.
Es el triunfo de la originalidad de cada individuo frente a la uniformidad reglada, en una sociedad en la que cada vez más valoramos las personas autónomas, flexibles, con iniciativa y personalidad.. pero en la que de forma incomprensible seguimos educando por y para la más absoluta negación de la creatividad, la subjetividad, el sentimiento, la autenticidad o las capacidades individuales.
Así, desde los distintos sistemas: médico, educativo y familiar todavía se valora y estimula a los niños, desde que nacen, para “hacer lo que hacen todos” y “estar en la media” . Esto implica tonterías como dormir del tirón a los seis meses (y si no, hay que aplicar un método preventivo del insomnio¿?), retirar el pecho antes del año, el chupete antes de los dos, el pañal a los dos en punto, dejar el plato limpio con tres y un sinfín de normas que se han convertido en “modas” (y en algunos casos en imposiciones) y que tácitamente familias y familias adoptan como si fueran el abc de la educación conveniente.
En el colegio observamos cómo los niños valorados son aquellos que no se mueven, que no hablan, que no se salen de la linea cuando colorean y que hacen todo a su tiempo y según los patrones establecidos. Si tocan matemáticas pero lo que al niño le apasiona es la lectura, a nadie le importa: porque tocan matemáticas. Al final, es más importante seguir la norma que aprovechar las ventanas que se abren todos los días en los intereses del niño y que, de hecho, le predisponen a llevar a cabo aprendizajes mucho más eficaces, creativos, amplios y duraderos que los impuestos.
No me entiendan mal, no pretendo abanderar ninguna revolución anti-sistema, no es ese mi espiritu. Y no digo tampoco que lo deseable, en nuestra sociedad, no sea que nuestros hijos tengan capacidad para respetar las normas, que en algún momento dejen de usar pañal, tengan autocontrol emocional, se alimenten bien y duerman como reyes. Esto lo deseamos todos porque sabemos que un buen ajuste personal y social son garantía de, al menos, cierto equilibrio en la vida.
A lo que me refiero es que todos estos logros, avances, maduraciones, controles…. No son, ni deberían ser nunca, una victoria paterna, sino más bien conquistas particulares de los propios niños, puesto que sus ritmos les pertenecen, sus cuerpos les pertenecen y sus capacidades (y ausencia de ellas) les pertenecen.
¿Nunca han escuchado estas frases?: “Le he quitado el pañal a mi hijo” “Yo le quité la siesta al año y medio” “ Le he metido ya los sólidos” “Creo que voy a destetar” “Le hemos puesto a dormir ya en su habitación” “Vamos a quitarle el chupete en vacaciones” etc.
¿Se dan cuenta de que todas, todas ellas, atribuyen la planificación, el control y el triunfo de esas maduraciones a los padres? ¿Qué son discursos unilaterales, siempre en primera persona? ¿Se dan cuenta de que el niño no tiene opción, en ningún caso, a decidir (voluntariamente o fisiológicamente) si está o está preparado para dar esos saltos, para pasar de una etapa a otra? Ojo, que hablamos de pocas semanas, quizá algunos meses, de margen de espera para que un niño “haga” lo que se supone que tiene que hacer por sí mismo en vez de hacerlo “obligado” o, en el mejor de los casos “dejándose llevar” por la voluntad de sus progenitores.
Vale, al final todos (o casi todos) llegan a las mismas cosas pero.. ¿se han parado a pensar en el discurso que acompaña a unos casos y a otros? En todos aquellos casos en los que fueron los padres los que “decidieron” por el niño de forma unilateral, el mensaje es el siguiente “Yo decido por ti, esto es cosa mía”.
En aquellos casos en los que se permite al niño la autogestión de sus procesos madurativos, el mensaje es “Tu nos avisas –de forma implícita o explícita- cuando llegue el momento y nosotros te ayudaremos a crecer y a conseguir tus objetivos”.
Y tratándose como se trata de aspectos tan sumamente fundamentales para la formación psiquica del individuo como son la alimentación, el sueño, el control de esfínteres y el aprendizaje (desde aprender a leer hasta aprender a nadar)… ¿Quién cree que es indiferente el mensaje o las formas? ¿Quién cree que no importa quién haya conseguido las cosas, quién se ponga la medalla? ¿Quién cree que no influye el sentirse valorado y respetado en los tiempos personales, en los gustos personales, en las necesidades personales, en las dificultades personales?
Sabemos que los mensajes, los estilos, los vínculos.. lo que no es dado y sobre todo lo que no nos es dado, marcan de alguna manera lo que somos hoy. No tanto porque una infancia complicada determine una vida desgraciada (cosa que no creo), sino porque ese eje con el que contamos es el punto de partida a la hora de arrojar cierta comprensión sobre nosotros mismos, reconocer y apreciar nuestros recursos y reconocer y dejarnos acompañar por nuestras carencias.
Independientemente de los abrazos, el contacto, las palabras de amor y las buenas formas, existe un discurso de fondo fundamental pero no siempre visible, que a mi entender es uno de los mensajes más potentes que se le puede dar a un niño en los primeros años.
Ese discurso no se habla con palabras, sino más bien con actitudes y acciones (o la ausencia de ellas) concretas, pero su mensaje es contundente y duradero: “Eres dueño de tu cuerpo” “Cada cosa tiene su momento y sólo uno sabe cuando ese momento ha llegado” “Cada ser humano es diferente, tú eres único y nosotros reconocemos esa unicidad y te valoramos tal cual eres” “Tu vas a ser el responsable de los aciertos y errores de tu vida” “Conéctate con la persona que eres realmente, no hagas las cosas por complacer a otros pero tampoco vivas ajeno al mundo” y así un largo etcétera.
Estos mensajes se traducen, de forma más concreta, en el hecho de proporcionar a nuestros hijos motivación para el logro, para la toma de decisiones, una sana autoestima, un autoconcepto coherente con la realidad y una estructura abierta al aprendizaje. Y son mensajes que calan en lo más hondo porque no son parte de un entrenamiento, ni de un manual, ni de un método… sino más bien porque son mensajes particulares para cada niño, mensajes de amor, valoración y respeto por sus procesos fundamentales.
Mensajes que de alguna manera reconocen la grandeza del ser humano y su potencial, que contribuyen a la expresión de ese potencial no tratando de encasillarlo, etiquetarlo o llevarlo por los cauces “normalizados” aún a costa de perder su brillo en el camino sino más bien observando, rescatando, señalando, mostrando y guiando al niño la mejor manera de ser él mismo en el mundo que le ha tocado vivir. Permitiéndole ser el dueño de sí mismo, que no es poco.
Es el triunfo de la originalidad de cada individuo frente a la uniformidad reglada, en una sociedad en la que cada vez más valoramos las personas autónomas, flexibles, con iniciativa y personalidad.. pero en la que de forma incomprensible seguimos educando por y para la más absoluta negación de la creatividad, la subjetividad, el sentimiento, la autenticidad o las capacidades individuales.
Así, desde los distintos sistemas: médico, educativo y familiar todavía se valora y estimula a los niños, desde que nacen, para “hacer lo que hacen todos” y “estar en la media” . Esto implica tonterías como dormir del tirón a los seis meses (y si no, hay que aplicar un método preventivo del insomnio¿?), retirar el pecho antes del año, el chupete antes de los dos, el pañal a los dos en punto, dejar el plato limpio con tres y un sinfín de normas que se han convertido en “modas” (y en algunos casos en imposiciones) y que tácitamente familias y familias adoptan como si fueran el abc de la educación conveniente.
En el colegio observamos cómo los niños valorados son aquellos que no se mueven, que no hablan, que no se salen de la linea cuando colorean y que hacen todo a su tiempo y según los patrones establecidos. Si tocan matemáticas pero lo que al niño le apasiona es la lectura, a nadie le importa: porque tocan matemáticas. Al final, es más importante seguir la norma que aprovechar las ventanas que se abren todos los días en los intereses del niño y que, de hecho, le predisponen a llevar a cabo aprendizajes mucho más eficaces, creativos, amplios y duraderos que los impuestos.
No me entiendan mal, no pretendo abanderar ninguna revolución anti-sistema, no es ese mi espiritu. Y no digo tampoco que lo deseable, en nuestra sociedad, no sea que nuestros hijos tengan capacidad para respetar las normas, que en algún momento dejen de usar pañal, tengan autocontrol emocional, se alimenten bien y duerman como reyes. Esto lo deseamos todos porque sabemos que un buen ajuste personal y social son garantía de, al menos, cierto equilibrio en la vida.
A lo que me refiero es que todos estos logros, avances, maduraciones, controles…. No son, ni deberían ser nunca, una victoria paterna, sino más bien conquistas particulares de los propios niños, puesto que sus ritmos les pertenecen, sus cuerpos les pertenecen y sus capacidades (y ausencia de ellas) les pertenecen.
¿Nunca han escuchado estas frases?: “Le he quitado el pañal a mi hijo” “Yo le quité la siesta al año y medio” “ Le he metido ya los sólidos” “Creo que voy a destetar” “Le hemos puesto a dormir ya en su habitación” “Vamos a quitarle el chupete en vacaciones” etc.
¿Se dan cuenta de que todas, todas ellas, atribuyen la planificación, el control y el triunfo de esas maduraciones a los padres? ¿Qué son discursos unilaterales, siempre en primera persona? ¿Se dan cuenta de que el niño no tiene opción, en ningún caso, a decidir (voluntariamente o fisiológicamente) si está o está preparado para dar esos saltos, para pasar de una etapa a otra? Ojo, que hablamos de pocas semanas, quizá algunos meses, de margen de espera para que un niño “haga” lo que se supone que tiene que hacer por sí mismo en vez de hacerlo “obligado” o, en el mejor de los casos “dejándose llevar” por la voluntad de sus progenitores.
Vale, al final todos (o casi todos) llegan a las mismas cosas pero.. ¿se han parado a pensar en el discurso que acompaña a unos casos y a otros? En todos aquellos casos en los que fueron los padres los que “decidieron” por el niño de forma unilateral, el mensaje es el siguiente “Yo decido por ti, esto es cosa mía”.
En aquellos casos en los que se permite al niño la autogestión de sus procesos madurativos, el mensaje es “Tu nos avisas –de forma implícita o explícita- cuando llegue el momento y nosotros te ayudaremos a crecer y a conseguir tus objetivos”.
Y tratándose como se trata de aspectos tan sumamente fundamentales para la formación psiquica del individuo como son la alimentación, el sueño, el control de esfínteres y el aprendizaje (desde aprender a leer hasta aprender a nadar)… ¿Quién cree que es indiferente el mensaje o las formas? ¿Quién cree que no importa quién haya conseguido las cosas, quién se ponga la medalla? ¿Quién cree que no influye el sentirse valorado y respetado en los tiempos personales, en los gustos personales, en las necesidades personales, en las dificultades personales?
Violeta Alcocer.
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