Hace algunas décadas, los niños salían de la escuela, pasaban por casa a recoger la merienda y se marchaban a jugar a la calle con amigos y vecinos hasta la hora de hacer los deberes y cenar. Hoy, salen de clase y meriendan raudos mientras se cambian de ropa (muchas veces sobre la marcha, en el coche) o de mochila en función de si les toca ir a hacer deporte, a aprender inglés o a tocar un instrumento. “Para que pierdan el tiempo en casa, jugando o viendo la tele, mejor que aprendan algo o que hagan deporte”, defienden muchos padres. Pero jugar, según enfatizan los expertos, no es perder el tiempo. Muy al contrario, es un tiempo fundamental para el aprendizaje, una inversión de futuro, y la carencia de tiempo de juego tiene consecuencias indeseables. No es sólo que una agenda repleta actividades organizadas de 8 o 9 de la mañana a 8 de la tarde, de lunes a viernes y con extensiones el fin de semana (partidos, exhibiciones, etcétera) esté teniendo como resultado niños estresados, empachados de información y actividad, con dificultades para concentrarse o para la lectura, incapaces de disfrutar del momento y siempre preocupados por la siguiente actividad, por la próxima novedad… Es también que unos chavales absolutamente planificados y dirigidos por adultos no saben qué hacer y se aburren si alguien no les organiza el tiempo o el juego, tienen poca capacidad de decisión, escasa creatividad y nula propensión a inventar o descubrir, y les resulta difícil relacionarse, negociar con sus iguales, trabajar en grupo, autorregularse o resolver sus problemas solos.
“Cuando jugabas en la calle libremente, con otros niños y niñas, aprendías de forma natural a superar la frustración sin derivarla en agresividad –por ejemplo, cuando corrías poco y no te querían para jugar al rescate–, a dilatar la gratificación ¬no podías saltar a la comba hasta que te tocaba–, a relacionarte sin que los demás se plieguen siempre a tus caprichos… Si los niños juegan con sus padres, puede que estos les dejen ganar, jueguen a lo que ellos quieren o según sus intereses; pero en el juego entre chavales, si no sigues las normas te dejan fuera; si no te comportas bien o eres agresivo te quedas al margen…y así aprendes a integrarte”, explica Petra M. Pérez, catedrática de Teoría de la Educación de la Universitat de València. Y añade que cuando los niños jugaban más entre ellos de forma espontánea había menos problemas en el colegio porque fuera ya habían aprendido las reglas de interacción, el autocontrol y a dilatar la gratificación.
Claro que hoy los niños también comparten juegos con sus amigos en la escuela y en las actividades extraescolares. De hecho, muchos piden a sus padres que les apunten a extraescolares para ir con sus amigos, sobre todo cuando la alternativa es estar solos en casa. Pero la socialización que se desarrolla en estos entornos reglados, dirigidos, es distinta. Cuando hay profesores y monitores de por medio, “las normas vienen desde fuera, las actividades están regladas y dejan poco espacio a la creatividad y a la relación espontánea, y los niños no pueden aprender igual las consecuencias de lo que hacen o deciden”, apunta Petra M. Pérez. En su opinión, hoy que la mentalidad es preparar a los hijos para el futuro y la deseabilidad social es tener unos hijos exitosos y con estudios, “los padres deben saber que, más que aprender muchas cosas, sus hijos deben jugar, porque eso les proporciona aprendizajes básicos para el desarrollo de la personalidad, de su creatividad y de su capacidad de innovar y de buscar soluciones a los problemas”, que son habilidades imprescindibles para que luego triunfen a nivel profesional.
Purificación Sierra, profesora de Psicología del Desarrollo de la UNED, enfatiza que el juego espontáneo entre niños es un ensayo para la vida adulta y permite desarrollar las habilidades relacionales y emocionales que facilitan una vida social sana al hacerse mayor. Y por si alguien cree que ser más o menos sociable es baladí, Petra M. Pérez remarca que la falta de relación social durante la infancia está complicando ya a la vida a algunos jóvenes. “Hay muchos chavales, en especial hijos únicos, que de pequeños no han tenido relaciones de complicidad y de enfrentamiento con amigos y hermanos, y que al crecer recurren al botellón o se refugian desde los 13 años en una relación de pareja por miedo escénico a los iguales; lo veo también en algunos becarios universitarios con los que trabajo: jóvenes que se han centrado mucho en sus estudios pero no se han relacionado y no saben compartir ni desarrollar propuestas en equipo”, comenta.
Pero los argumentos de educadores y psicólogos en favor del juego no acaban ahí. Para quienes creen que lo importante son los conocimientos y que lo que prima hoy en la sociedad es estar preparadísimo, acumular muchos conocimientos y que los niños aprendan cuanto antes, más y mejor idiomas, música, ajedrez, informática, etcétera, puede resultar chocante leer Einstein nunca memorizó, aprendió jugando. En realidad es el título de un libro en el que las especialistas en psicología infantil Kathty Hirsh-Pasek y Roberta Michnick Golinfkoff echan mano de sus investigaciones para asegurar que jugar es igual a aprender, y que jugando se aprende de todo: desde a resolver problemas de forma creativa hasta capacidades matemáticas y habilidades lectoras.
Joan Doménech, director de la escuela Fructuós Gelabert de Barcelona y autor de Elogio de una educación lenta (Graó), advierte que, en educación, más no es sinónimo de mejor. “La capacidad de aprendizaje es limitada, y aprender es un proceso lento, que requiere sus tiempos: un tiempo de hacer, un tiempo de conversar o deliberar, y un tiempo de no hacer nada, de reflexionar; y ese último es el tiempo de juego”. Imma Marín, pedagoga y directora de la consultora especializada en juego y educación Marinva, lo llama tiempo de digestión: “Los niños de hoy reciben mucha información y muchos estímulos, es decir, comen mucho; pero tienen poco tiempo de relax para hacer la digestión y se empachan de exceso de actividad; porque para asimilar los aprendizajes y las experiencias, para que sirvan de nutriente, hace falta tiempo, y ese tiempo de digestión nos lo proporciona el juego: mientras juega, el niño puede interiorizar, poner en práctica y relacionar lo vivido durante el día y los conocimientos recibidos”. Y pone un ejemplo: “la ley de la gravedad te la explican en la escuela, pero la aprendes haciendo torres y construcciones de bloques que se caen”.
Doménech es tajante: “Los niños que no juegan no aprenden”. Y precisa que cuando habla de juego no se refiere a juegos didácticos o educativos, sino al juego lúdico, sin más. “Estamos colonizando el tiempo de los niños; su agenda es un reflejo de cómo ocupamos los adultos el tiempo, y queremos que todo sea organizado, que todas sus actividades sean desarrolladas con personal cualificado, siguiendo el modelo escolar; pero el aprendizaje más efectivo se hace fuera de la escuela, jugando, sin límites horarios, sin reglas…”, afirma el director de la escuela Fructuós Gelabert.
La psicóloga Purificación Sierra apunta que las actividades extraescolares han convertido un tiempo de ocio en una obligación infantil más porque tienen una finalidad, unos objetivos cuantificables y no son un mero disfrute en sí mismo. En este sentido, Imma Marín señala que “el juego es importante en la medida en que sea juego libre, en que los niños tengan un tiempo y un espacio psicológico en el que exista margen de error, donde no se sientan juzgados y sean libres de probar y experimentar; eso es fundamental, porque no se puede crear e innovar sin pasar por el error, pero la escuela y la sociedad castigan el error, y el único marco en el que puedes probar y probar, y pasar por fracasos sin que ocurra nada es el juego; porque el juego prima el proceso, como por ejemplo cuando un niño, sin ayuda de nadie, persevera una y otra vez para intentar bailar la peonza o hacer el pino”.
Tampoco es que los niños se hayan de pasar el día jugando a sus anchas con sus amiguitos; ni que el juego espontáneo y las extraescolares sean actividades excluyentes. Se trata de compatibilizar. “Lo importante es no sobresaturar a los niños con extraescolares para que tengan tiempo de juego espontáneo, en el parque o en casa, sobre todo hasta los diez años”, indica el psicólogo Benjamí Montenegro, del Equip Psicològic del Desenvolupament de l’Individu. El problema, según coinciden todos los expertos consultados, es que con frecuencia la elección de las extraescolares no responde a una necesidad o a un interés del niño, sino de la familia, ya sea para cubrir las jornadas laborales de los padres o sus expectativas culturales, deportivas, artísticas… Incluso los pediatras han intervenido en este debate instando públicamente a los padres a que “piensen en su hijo y con la cabeza” a la hora de pedirles un esfuerzo extra en idiomas, deportes o lo que sea. “Los padres no se deben plantear el desarrollo de estas actividades como una carrera contra reloj; deben pensar que los niños necesitan tiempo para descansar y para jugar y no sobrecargarles de obligaciones”, asegura una nota conjunta de la Sociedad Española de Pediatría Extrahospitalaria y la Asociación Española de Pediatría de Atención Primaria.
Montenegro defiende la necesidad de organizarse para que alguien pueda recoger siempre a los niños a la salida del colegio para llevarlos a casa, al parque o donde sea, y así no elegir las extraescolares en función de que el horario vaya bien a los padres. Su criterio es que, hasta quinto de Primaria, lo mejor es una actividad de carácter deportivo, no competitiva, y, como mucho, otra intelectual (siempre que el niño no tenga problemas de aprendizaje en la escuela). Y, a partir de la ESO, su receta es una hora semanal de conversación en inglés y, como máximo, una extraescolar más –sea deportiva o intelectual– para dejar tiempo para el estudio y que vayan aprendiendo a estar solos en casa y a organizarse por sí mismos.
Imma Marín aconseja escoger extraescolares lo más lúdicas posibles, que no resulten competitivas ni se esperen de ellas resultados, y al mismo tiempo montar una red con familia, amigos, vecinos u otros papás para que, al menos una tarde a la semana, los críos puedan jugar con uno o dos de sus amiguitos en casa de uno o de otro.
En realidad, irse a jugar a casa de fulanito o de menganito era algo habitual, que surgía de forma espontánea y natural, hace unas cuantas décadas. A la vuelta del cole uno llegaba a casa acompañado y decía “mamá, que viene María a merendar”, y listo. Pero hoy, las jornadas laborales de padres y madres, los hábitos de vida, el urbanismo de las ciudades e incluso la tipología de las viviendas lo complica bastante más y obliga a organizar estas citas infantiles de antemano. En Estados Unidos se han puesto de moda, con el nombre de play day, y muchos padres y madres se organizan en su trabajo para, un día a la semana o cada quince días, acabar antes la jornada y poder recibir en casa a algún amiguito de su hijo o hija acompañado de su papá o su mamá. “En París algunas familias también celebran ya el play day: mientras los hijos juegan, los padres charlan y se toman algo”, confirma Marín. Es más que probable que esta vuelta a las viejas tardes caseras de juegos no sea ajena a la fuerte crisis económica que aqueja a los hogares. Pero, a la vista de los argumentos de los expertos, los beneficios que de ellas cabe esperar van mucho más allá de un menor gasto familiar. Si la práctica se extiende, quizá permita también contrarrestar el claro descenso del juego familiar y escolar que ponen de manifiesto los datos del Observatorio del Juego Infantil en España y que se atribuye, además de a la escasez de tiempo de los padres y al aumento de las extraescolares, al mayor consumo de televisión e internet ya que la compra de juguetes está muy limitada a los regalos de Navidad y Reyes.
Jugar, una necesidad vital y mucho más
Psicólogos y pedagogos no dejan lugar a dudas: el juego es una necesidad vital de la infancia, como respirar o comer. En las culturas primitivas ha sido siempre el principal instrumento educativo: jugando los niños aprendían de forma natural los valores, normas y formas de vida de los adultos, a controlar sus sentidos, sus movimientos y sus incipientes sentimientos, a explorar el mundo. Hoy, respecto a épocas anteriores, el juego es un bien escaso, a pesar de que nunca como ahora han estado estudiados y loados sus beneficios y contribuciones al desarrollo infantil.
Mejora la autoestima. Poder organizarse de forma autónoma, superar retos, ganar una carrera… y todo sin ayuda de adultos eleva la moral y enseña a resolver situaciones inesperadas.
Transmite valores. Insistir una y otra vez hasta dominar el yo-yo implica perseverancia. Jugar con otros exige compartir, ya sean ideas o propiedades.Y obliga a negociar, a pactar y a veces supeditar los propios intereses. También facilita el posicionamiento moral.
Da agilidad. Los juegos infantiles contribuyen a desarrollar actividades psicomotrices de todo tipo y muchos de ellos también trabajan la agilidad mental.
Socializa. Jugar supone aceptar las normas –ya sean las de una partida de chapas o las de una persecución de policías y ladrones–, acordar quién regulará las trampas, saber resolver conflictos, tomar decisiones en función de ciertos liderazgos o de la mayoría… Se aprende a interactuar con otros: a escuchar, a discutir, a pelearse, a reconciliarse.
Fomenta el autocontrol. Jugar con otros niños obliga a aceptar los límites que los demás imponen y a canalizar la frustración sin agresividad, porque si no aceptas las reglas o no te comportas de forma adecuada, los otros te dan de lado y no juegan contigo.
Fija los aprendizajes. Jugar permite a los niños asimilar y poner en práctica los conocimientos adquiridos, experimentar por sí mismos lo que en la escuela o en casa les cuentan y descubrir cosas nuevas.
Desestresa. Jugar es una fuente de placer y satisfacción, favorece la descarga de tensiones y da la oportunidad de expresar sentimientos y emociones. Jugando uno puede equivocarse sin miedo al castigo, sin presión por un posible error.
Es creativo. El juego permite el error, admite lo irreal, las incongruencias… Admite inventar personajes, construcciones o lugares inexistentes. Potencia la imaginación, la creatividad, la innovación.
Favorece la comunicación. Mientras los niños hablan de a qué jugarán, piensan y comentan la historia, reparten los papeles y se organizan para poner en marcha el juego, aprenden a expresarse y trabajan el lenguaje.
Enseña. El juego es un ensayo para la vida adulta. Y no sólo el juego simbólico, es decir, cuando se juega a cambiar de ropa a las muñecas, a comprar y vender, a médicos o a bomberos. También cuando se pactan los límites para el escondite, se discute porque alguien hace trampas con las cartas o se reparten tareas para hacer un castillo de arena se están ensayando recursos que serán fundamentales al crecer.
Foto: http://madamenoire.com
Realmente muy bueno, muchas ganas por compartirlo...cuando digo qeu dejemos tranquilos a los bebés algunas personas han llegado a malinterpretarme y afirmarme que es porque quiero llenar mi vida con ellos y por eso no los dejo crecer, ir al jardín, y demas...Lo gracioso es que tienen un año y 5 meses.... pero no quiero estresarlos con mis ansias...tendrán toda la vida para obligaciones.... hay que respetar el tiempo de jugar....en fin...es un tema que cada uno acomoda a su realidad, saludos y gracias, lucre
ResponderEliminarCompletamente de acuerdo Lucre. Anda que no les quedan años para sus obligaciones. Ahora solo tienen una, ser niños. Dejemoslos :)
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