28 de febrero de 2012

Los castigos ¿estrategia educativa aceptable?

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Al desarrollar el tema de las normas y los límites en educación, después de describir el proceso lógico de establecer y aplicar normas, hemos empezado a reflexionar sobre nuestras reacciones ante las transgresiones de las normas. Una de las actuaciones más serias o formales son los castigos.

¿Se puede o debe castigar?

Muchas veces en la vida familiar, cuando las advertencias y censuras serias no funcionan, los padres se preguntan ¿es aconsejable reforzar la autoridad con alguna sanción?, ¿son eficaces y educativos los castigos?

Un castigo parece como una multa compensatorio por una conducta que se considera inadecuada o perjudicial. Después de una censura (esto que has hecho está mal, eres responsable de esto, etc.) cuando se juzga que tales valoraciones negativas no son suficientes, aparece la aplicación de penas, unas veces para reparar el daño hecho y otras veces simplemente como una pena o refuerzo negativo “para que aprenda” y recuerde que aquello no se debe hacer (el castigo como justicia vindicativa).

No decimos un “no” absoluto a las sanciones. Pensamos que hay momentos en los que, con ciertas condiciones, pueden e incluso deben aplicarse sanciones. En principio parece positivo reparar el daño hecho y esta reparación lleva un esfuerzo y un tiempo que en sí mismo constituyen una sanción. Por otra parte las conductas negativas tienen una repercusión social, un mal ejemplo en los demás y cuando se repiten no bastaría la advertencia y la censura; ¿será entonces conveniente algún tipo de limitación o recorte de privilegios o ventajas?

El castigo, ¿es necesario?

En una ocasión un experimentador en psicología pidió a 35 niños que participaran en un juego en el que iban a ganar muchos premios. El truco del experimento consistía en que falsificando las puntuaciones y siendo deshonestos podían conseguir los premios. El experimentador predijo correctamente que los niños que habían recibido una advertencia moderada serían los que menos falsificarían las puntuaciones, mientras que los que habían recibido la advertencia más enérgica serían los más tramposos.

Con otros muchos experimentos semejantes se puede deducir que utilizar un incentivo poderoso para impedir o detener una acción aumenta el deseo de continuarla. En cambio, una amenaza moderada (pérdida de algún pequeño premio) se traduce en una menor motivación para ser deshonestos y hacer trampas. Y de aquí podríamos deducir un importante principio: utilicemos la menor autoridad vindicativa posible y utilicemos la mayor habilidad a la hora de mandar y prevenir.

Dicen que los buenos educadores no necesitan castigar, y es muy posible que sea así. Conocemos por experiencia padres y profesores que manejan tan brillantemente la motivación positiva, la alabanza o la censura, que nunca o casi nunca tienen que recurrir al castigo.

Se ha verificado que los profesores que apenas castigan es porque mandan poco y bien, son oportunos, no se les ocurre corno a otros dar normas en el momento de salir de clase, etc., saben distinguir entre lo que es importante y lo que es secundario. Son personas que tienen una intuición especial y establecen tal relación con los niños y los adolescentes que no necesitan acudir al castigo.

Pero esto no se puede generalizar ni se puede evitar que en un grupo más o menos numeroso de niños/adolescentes no existan sujetos agresivos y/o desequilibrados que desafíen inconsideradamente el buen hacer del educador. En todo caso vemos que la mayor parte de los padres y educadores necesitan a veces acudir al castigo como un apoyo a su estrategia educativa. Por eso no es siempre ver- dad la cuestión: el castigo, ¿no es más bien un fracaso del educador?

¿El castigo sirve para educar?

Muchos creen, y hay razones importantes para ello, que el castigo no sirve para educar. Aunque tenga una eficacia momentánea, no parece servir para mejorar a la persona, no la cambia interiormente. Pero en la práctica de muchos educadores, se recurre al castigo porque determinados actos no se pueden consentir, aunque saben que no se produce a corto plazo un cambio de actitudes.

En verdad, la utilización del castigo tiene una serie de desventajas:

Suele provocar sentimientos negativos entre el castigado y el educador o el padre, lo que pone en peligro la con- fianza y la buena relación. El niño/adolescente de alguna manera castiga a su vez al educador con la falta de comunicación. Parece que el castigo produce una rebelión interior que dificulta a la persona castigada ponerse en situación de buena voluntad; de alguna manera se retira de una situación de aprendizaje positivo.

Por otra parte el castigo favorece el engaño y la mentira. Para evitar nuevos castigos o limitaciones, o incluso por el temor a recibirlos por primera vez, el niño/adolescente disimulará, engañará, acudirá a la mentira (lo que contrasta con la ingenuidad de la mayor parte de los padres que sigue creyendo, por ejemplo, que mi hijo nunca miente).

Normalmente el castigo sólo tiene un efecto temporal y transitorio sobre la conducta. Difícilmente logra erradicar duraderamente una conducta negativa. Un intento de cambio personal basado en el castigo requeriría un uso continuado del mismo, con enorme vigilancia y energía; y aún así el educador se cansaría de castigar antes de lograr el objetivo propuesto.

En niños muy sensibles e inseguros ciertas formas de castigo, especialmente físico, les perjudica pues puede crearles inseguridad afectiva y temor a la persona de quien reciben el castigo.

A pesar de estas desventajas, muchos educadores piensan que el castigo es a veces necesario:

Porque hay actitudes que no se pueden tolerar, y cuando se repiten de un modo insolente, el castigo es la única manera de dar a entender que aquello es importante;

Sirve de ejemplaridad para los otros niños/adolescentes miembros de la comunidad familiar o escolar del que ha tenido la conducta intolerable;

Aunque el castigo no tenga eficacia duradera, al menos sirve de eficacia momentánea y temporal; a veces es necesario y urgente “parar los pies” al que se porta mal.

¿Cómo puede resultar educativo un castigo?
Siendo esto así, y viéndose obligados los educadores a administrar ciertas sanciones, les interesa saber cuál es el modo de proceder más óptimo de modo que un castigo no se interfiera sino que ayude al proceso de madurez.

En primer lugar, no hay que aplicar el castigo a palo seco. El castigo es un lenguaje de los hechos, muy duro y ambiguo, que levanta reacciones negativas y se interpreta mal; y por lo mismo produce terquedad que impide cambiar los comportamientos. El castigo se ha de acompañar de otra acción de contacto personal afectivo y orientador. Poniéndose en contacto con la persona, se le hace caer en la cuenta de lo que ha hecho, se buscan las causas, se escuchan las justificaciones, se ayuda a aceptar el castigo como consecuencia de sus actos. En realidad se está practicando aquel principio de odiar al pecado y no al pecador.

Asimismo es importante animarle a dar pequeños pasos asequibles de mejora personal, familiar, escolar, etc., lo cual está transmitiendo que seguimos confiando en él, creemos en él, tenemos una expectativa positiva.

Sabemos que las personas no mejoran hasta que ellas deciden cambiar de actitud (el hijo pródigo del Evangelio no cambió hasta que se dijo a sí mismo después de reflexionar, me levantaré y volveré hacia mi padre). Por eso es necesaria una acción de contacto personal para ayudar a reflexionar al educando, y ayudarle a cicatrizar el odio natural que engendra el castigo.

En segundo lugar, el castigo debería cumplir una serie de condiciones para que no agravar la situación y permitir actuaciones regeneradoras. ¿Cuáles serían estas condiciones?

El castigo no debe ser humillante. En la manera de aplicarlo, debemos salvar la autoestima personal. Recordemos el principio de elogiar en público, censurar en privado. Y el contenido del mismo castigo no debe consistir en acciones degradantes para el niño/adolescente, sobre todo ante sus hermanos o compañeros.

El castigo no sólo debe ser proporcionado a la falta sino que hay que tener en cuenta la edad, el grado de madurez y la personalidad del castigado. Es decir, hay que evaluar las circunstancias personales.

Hay que tener muy en cuenta, para no ser injustos, la distinción entre mala intención y mera precipitación, imprudencia, etc., aunque también es justo castigar la imprudencia temeraria. En este sentido es importante evaluar más las actitudes e intenciones que los daños objetivos causados. Con la misma hiperactividad incontrolado, un niño puede romper un vaso o un jarrón de gran valor. Hay que saber evaluar equilibradamente ambas situaciones, aunque lógicamente se le dé más importancia al daño mayor, y el castigo en ese casó tenga también un carácter de prevención.

El castigo no debería cerrar el horizonte. Castigos absolutos corno desde ahora no habrá paga jamás los domingos; no volverás a salir de casa con los amigos, etc., o desaniman profundamente y cierran el horizonte, la posibilidad de poder disfrutar de las pequeñas satisfacciones de la vida normal. Los castigos absolutos e indefinidos no motivan hacia una mejora personal-, a veces incluso empujan al niño/adolescente a dar un salto adelante en una conducta aún peor (robar o conseguir dinero con trampas, escaparse de casa o engañar a sus padres de otras maneras, etc.). Otras veces los castigos desproporcionados desprestigian la autoridad porque no se pueden cumplir y hay que “echar marcha atrás”.

Es más saludable acudir a los pequeños pasos de limitar la libertad de movimientos o eliminar premios de modo parcial y gradual. El horizonte queda abierto y se ve una salida que estimula a la mejora personal.

Lo ideal es que el castigo consista, si es posible, en rehacer lo que no se ha hecho o se ha hecho mal: tienes que quedarte a estudiar el sábado y el domingo porque no has estudiado en la semana; recoge esto que has tirado y limpia el suelo; ordena tus armarios y tus cosas, porque no has mantenido tu habitación, como quedamos, suficientemente limpia y ordenada; la mitad de la paga de este domingo la destinaremos a costear lo que has roto por haberío hecho de una manera consciente e irresponsable; ayuda a tus hermanos en tales actividades, para reparar tu comportamiento egoísta e individualista en tales situaciones, etc.

No deberíamos dejar que los castigos fueran meramente vindicativos; deberíamos esforzarnos por ideas castigos que tuvieran un carácter reparador, o al menos un contenido social constructivo en relación con el respeto a las personas y a las cosas.

En relación con el punto anterior se suele citar el principio de las consecuencias de los actos, que nos orienta acerca del contenido de los castigos. Si el adolescente llega más tarde de lo establecido a casa por la noche, además de otras sanciones que se estimen oportunas, no se debe permitir que se levante más tarde por la mañana para recuperar la pérdida de sueño por su tardanza. Si un niño llega tarde al colegio por pereza, no se le debe disculpar ante el profesor ni facilitarle medios extraordinarios (le lleva su madre porque perdió el autobús escolar) para que el niño no sea castiga- do en el Colegio. Tales acciones deseducan y deterioran la autoridad moral de los padres.

Lo más eficaz parar ayudar a lograr el sentido de la responsabilidad es permitir o procurar que los niños/adolescentes carguen con las consecuencias de sus actos (se exceptúan lógicamente algunos casos en que las consecuencias pueden llegar a ser graves o insoportables para ellos).

¿El castigo corporal? Decididamente no lo recomendamos. Aparte del “cachete” espontáneo y poco frecuente (hay “manos largas” que abusan) el castigo corporal tiene todos los inconvenientes: es humillante, produce agresividad y no tiene relación directa con la falta cometida.

Lo más importante

No bastaría cumplir estas condiciones acerca del contenido de los castigos y el modo de aplicarlos. Queremos insistir que el castigo educará y mejorará interiormente a la persona si está acompañado de una acción educativa de contacto y comunicación afectiva que le ayude a reflexionar sobre las causas de su conducta y situación personal.

Esto es lo más importante, lo que nunca hay que dejar de hacer. La materialidad de los castigos puede no ser perfecta del todo, es muy difícil lograr una justicia total. Pero es imprescindible esa relación personal y ese esfuerzo por recuperar la relación de buena voluntad que siempre se deteriora con ocasión del castigo.

Saber perdonar

El perdón educativo, dejar de aplicar en todo o en parte una sanción, después de que la falta ha sido entendida y reconocida, o porque aparece un sincero remordimiento, es positivo y recomendable. Pero no hay que abusar del perdón; es válido si no es frecuente, por eso hay que pensar bien la sanción. Y es conveniente darle cierta solemnidad en el sentido de saber decir cara a cara que “lo he pensado bien y he decidido perdonarte por esto y por esto”. El derecho de gracia hay que saber ejercerlo.

El perdón educativo, así entendido no significa debilidad. Transmitimos debilidad cuando dejamos de castigar por pereza, miedo al chantaje afectivo. Y también por abandono, “total, ¿para qué?; haz lo que quieras; allá tú… ”

Observación final

No decimos que el castigo sea el instrumento más eficaz para la educación, aunque a veces puede ser necesario. Educar es un conjunto de estrategias y el arte es saber aplicarlas todas ellas, porque todas se complementan: el diálogo, el mandato, la convivencia, el elogio y la censura, la motivación que transmite valores, etc.

Fernando de la Puente

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